La suerte es inválida frente al azar, la convicción también.
Es por eso que en la íncertidumbre prefiero dudar a jugar a algo, pues para esa acción específica, tengo mi caja de juguetes en la mente.
Ahora podría hablarse del condenado más pulcro, el que cree que la certeza es superior a la ignorancia. Me rió en la cara y blasfemo por ellos, pues limpio no seré, pero mi toalla de brillo son los que vagan eternamente en jugar a ganar o jugar a perder sin motivo más miserable que seguir apostándole a la existencia.
Antes que los años resulten ser la porquería más ajena, infieles al reflejo del tiempo ausente y glorias majestuosas para otros, regreso al punto del azar. La selección del borracho que corta los hilos entre la vida y la muerte. Nuestra garantía segura a desaparecer manejada sin estatutos. Estamos para ello y no existe justicia que predomine estoica, un denominado líder que no conoce esos conceptos.
Y me enfoco en que estamos solos, por las propias en esta vida.
Pero no de la forma egoísta de la que pueden hacer lectura mis palabras. Continuamos recargados en conjunto, somos individuos en relación constante, apoyándonos en varas que resultan más pequeñas o altas que otras, pero apoyos de igual manera.
Las necesitamos demasiado, las elegimos.
Queda pensar en los que burlaron la condición más absurda.
Los renegados frente a los hábitos podridos.
Los caminantes eternos que sostuvieron la vara para pasar al otro lado. Esos pilares que no sucumbieron jamás. Entregaban fuerza.
De como fomentaron la importancia de un camino tan limitado del que ya sabíamos el final.
Al menos yo, ya lo sabía.
¿Por qué?
Porque seguimos apostándole a la existencia. Sin saber aún, quién gana el juego.
Azar.

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